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Las Damas del Pisco - II parte
La dama que se fue
No es lo mismo oírlo que mirarlo. Y que beberlo. Sabíamos la noticia antes de arribar a Los Aquijes, pero las cuerdas del dolor se pulsan hasta el nervio cuando se llega a su habitáculo, a su escena cuajada de silencios y ausencias.
Llegamos tarde a la cita con esta dama del aguardiente nacional, una semana después de no haberla concertado. Rosa Bravo, matriarca del pisco, querida como pocas, madre de ocho hijos, viuda y huérfana inquebrantable, pisó de espaldas el umbral de la vida el domingo 8 de mayo, cuatro días después de cumplir los 75 años.
Un Día de la Madre que no se borra del rostro de sus hijos. Herlinda Nieves, la mayor, es la única que atina a decir palabra. Los demás hablan con los ojos, con la aflicción hecha carne. “El único gran homenaje que podemos hacerle a nuestra madre es seguir produciendo su pisco, lograr que siga teniendo reconocimiento internacional”.
Hace poco, el pisco Saturnino, producido en la bodega el Carmen que heredó de su padre (don Saturnino Bravo), obtuvo una medalla de oro en el Concurso de Bruselas por su puro de Torontel, que la llenó de ilusiones y proyectos, como viajar a Londres llevando la estrella de su destilación.
La recuerda su nuera como una mujer buena en la extensión plena de la palabra, que nunca se negó a ayudar, luchadora incansable. Y nos encomienda, además, una carga sobre el pecho: “Antes de morir, ella decía que ustedes vendrían a entrevistarla”.
El puro de Torontel don Saturnino viajó con nosotros hasta el siguiente destino, compartiéndonos, en callado entendimiento, lo no vivido, esa franja de cercanía que no conocemos y que nos roza el corazón al otro lado de los días.
Alambicada historia
El siguiente destino era el norte de Ica, quince kilómetros antes de llegar Chincha, en el distrito de Hoja Redonda. Nadie deja de conocer ahí la casa de Elena García, nadie deja de conocer su historia admirable que, bien dentro nuestro el pisco Saturnino, la rodeó de un aura sutil, imperceptibles y cinematográficas esencias que el lente alucinado deglutió en brumas como quien captura lo inasible.
Elena llegó a Hoja Redonda con un maletín en la mano y sus tres hijos en la otra, hace doce años. En Moquegua, su tierra natal, se ganaba la vida cosiendo para otros, pero a ella nadie le remendaba la tristeza de un marido cruel. Sólo en la preparación de aguardientes encontró un modo de destilar sus penas y un camino para labrar el futuro de sus hijos.
Cuando tocó las puertas del fundo de la familia Brescia, hubo escepticismo sobre la propuesta de preparar piscos. “Empecé con cuatro baldes plásticos y una ollita destiladora pequeñita, siempre lo recuerdo”. Desde entonces, 1993, ha jurado irse todos los años pero ahí permanece al lado de sus alambiques queridos.
“Me gusta este trabajo. Y poco a poco me lo inventé en una bodega pequeña, donde hacía maravillas. Me las ingeniaba de todo, hasta que en 1995 salió en el noticiero que se recibían piscos para un concurso. Me presenté y salimos ganando el primer premio. Eso me dio fuerzas, al dueño le encantó, me dijo que pidiera lo que quisiera, pero yo nunca pensé en mí... ¡por eso estoy como estoy!”.
Ahora que la pequeña bodega se ha transformado en la modernísima Viñas de Oro, con medio centenar de hectáreas de uva, no quieren que se vaya. “Me dicen que si me voy el dueño le da un infarto”.
Muchos adelantos de la bodega se deben a su empeño y desprendimiento. “Cuando no compraban las cosas que pedía, yo lloraba. Veía que no me hacían caso y me ponía a llorar y amenazaba con irme. Me veían tan mal que me compraban las cosas y las recibía con amor. Porque es para la empresa misma, para que crezca. Pedí a Diosito que creciera para que genere más trabajo. Ya la empresa no sabe qué hacer con tanta uva y ha buscado mucha gente para trabajar”.
No se podría decir exactamente cuál es su cargo. En realidad, se ocupa de todo, y como dice Johnny Schuler, su palabra es ley en Viñas de Oro: hace destilación, control de calidad, filtración, embotellado. Su secreto es el cuidado maternal que le da a cada proceso de la parra a la copa.
Pero cada quien tiene derecho de forjar su propio futuro. Elena García es una mujer valiente, decidida. No tiene ni que demostrarlo, que doce años de solitaria batalla bastan.
Por eso, ahora que su hija está por graduarse en Moquegua como técnica agrícola con conocimientos de enología, le ronda la cabeza una idea.
- Elena... has soñado con poner tu bodega...
Sí.
- Estás soñando con eso...
(Cierra los ojos, se emociona, le tiembla la voz). Sí, mucho, ya cumplí aquí mi ciclo y quiero poner mi bodega. Tengo que hacerlo con mis hijos. Empezar de cero no tiene nada de malo. No le tengo miedo. Quiero regresar a Moquegua y hacer mis propio pisco.
Alas, buen viento... y buena uva.
Rosalina y Marisol
Al día siguiente, Lunahuaná amaneció iluminado por un sol matinal que tiene la virtud de borrar cicatrices del alma. Expeditos para el último tramo, masticamos pensamientos mientras manos fértiles amasaban panes para el desayuno, antes de ir al encuentro de la Bodega El Olimpo, que hasta hace cuatro años ostentaba la emblemática figura de René Adolfo Quiroz Cubillas, hijo del legendario Vicente Quiroz Sánchez, su fundador en 1934.
Pocos entierros convocaron tantas y tan variadas adhesiones póstumas, mar de gente en la que ese día se alzó con entereza inesperada la voz de Rosalina Sánchez de Quiroz, despidiendo al compañero de 50 años de vida matrimonial.
Hemos hablado de la soledad impronta, pero también de los desvelos y labores. La ex alcaldesa de Lunahuaná en dos periodos no tenía ni derecho ni voluntad de abandonar la bodega y ella misma, ajena siempre a los trabajos del campo y la destilería, aprendió los rigores del horario madrugador y las labores caseras que siguen luego.
“Dios me puso esto en el camino, desde antes de casarme, pues ya vivía en Lima cuando me enamoré, me casé y volví a Lunahuaná”. También en su caso, como las Bohórquez con su padre, Rosalina e hijas hubieron de allanarse al espíritu patriarcal y no pensar ni por asomo en acercarse a las labores, principalmente en momentos de pisa.
“Cuando estaba mi esposo, no dejaba ni que saliéramos. ‘Eso no es para mis hijas’, decía. Mi esposo era muy conservador. A lo sumo miraba lo que hacía. Ahora, si estuviera él o el abuelo, se caerían de espaldas viendo que nosotras llevamos este trabajo”, se invade de orgullo.
“La Gringa”, como la conocen en Lunahuaná con cariño, cree que hay una diferencia en la mano femenina a la hora de hacer pisco. Y coincide con la iqueña Eduvina Acuache en considerar que está en el cuidado por la pureza de la uva. “Además, las mujeres tenemos el paladar más delicado y apreciamos mejor los olores y sabores”.
Esta dama del pisco tiene sucesión asegurada. Y su hija Marisol no podía sustraerse a ese sino doloroso que pone a las mujeres al frente de labor tan vigorosa: está en Lunahuaná, atiende en El Olimpo después que la aerolínea para la que trabajaba en Lima cerró sus puertas y quebró sus alas.
Con su pequeña Allison emprendió el retorno al terruño paterno y ahí aprende a procrear los piscos, a empujarlos desde la uva hasta el lagar, de la oscuridad de la botija hasta la luz del alambique y el gozoso flujo inmaculado del aguardiente peruano.
Fuente:
http://blogs.periodistadigital.com/btbf/trackback.php/24891
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