Año I. Edición Nº 5.  -  1º de Abril del 2007  

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Pisqueros ilustres

Semblanza de José Maria Arguedas, por los 96 años de su nacimiento este 2007 .

“Voy a hacerles una confesión, yo soy hechura de mi madrastra. Me tenía tanto desprecio y rencor como a los indios; así que decidió que yo tenía que dormir en la cocina”, reveló alguna vez el escritor y antropólogo.

El olor de la pólvora se ha disipado de la pequeña oficina donde José María dio la bienvenida a la muerte, y que se lo llevó definitivamente cuatro días después en el cuarto de un hospital.

Más allá de esta anécdota o de la controversia del traslado de sus restos a Andahuaylas en 2004, sólo queda lugar al respeto por el legado del gran misti (blanco, en quechua), que nació el 18 de enero de 1911.

Arguedas fue “Ernesto”, el niño melancólico y poético que creó en la novela Los ríos profundos (1958); pero sabía reír. En Lima frecuentó a la bohemia cultural que se reunía en la Peña Pancho Fierro, donde era contador insuperable de chistes quechuas, algunos muy subidos de tono; y, como recuerda su violinista favorito, Máximo Damián, también gustaba saborear el pisco Vargas.

Es el mismo Arguedas que frecuentaba las fiestas patronales y los coliseos dominicales, con el mismo ímpetu de un provinciano más que se refugia en su música para sobrevivir mejor en la urbe.

El gigantesco novelista que fue, ha dejado poco espacio para analizar su gran contribución como etnólogo, folclorógrafo (recopilador de las distintas manifestaciones del folclor) y educador, que reflexionaba en escritos sobre temas como la problemática de la castellanización en las zonas monolingües, por ejemplo.

Sí, el misti de los bigotes practicó la docencia desde 1939 –cuando empezó a enseñar en una escuelita en Sicuani, Cusco– hasta el día de su suicidio, en las instalaciones de la universidad La Molina.

Era un intelectual profundo, que sabía entonar la música de la sierra sur: huainos y carnavales, k'aswas, araskaskas y harawies –circulan dos CD con la voz del maestro, editados por la Escuela Superior de Folklore José María Arguedas y otro, de la PUCP–. Hablaba el quechua con deleite y se deleitaba con lo mejor de la cultura occidental. No era un arcaico.

Tanto amaba a los cantantes y músicos de tierra dentro, que dedicó su colosal novela Todas las sangres (1964) al charanguista ayacuchano Jaime Guardia, el mismo que perteneció al grupo de artistas andinos que cantaron, tocaron y lloraron en su entierro.

El Arguedas que se casó dos veces (con Cecilia Bustamante y Sybila Arredondo), nunca se divorció de su inspiración, los Andes, el río Apurímac. Elevó a lo poético la danza de tijeras (La agonía de Rasu Ñiti).

Era un insomne crónico, tal vez por el drama del mestizo que lo aquejó: el castellano –lo saben quienes hablan el runa simi– le era limitado para describir todo el cosmos andino. Entonces salpicaba su escritura de ambas lenguas, porque sólo con esta “mixtura he hecho saber bien a otros pueblos, del alma de mi pueblo y de mi tierra”.

Si no fuera por Arguedas, el reconocimiento a los dansaqs hubiera tardado más. Hasta ahora, no hay una figura que cubra su vacío. Es que un gigante no nace dos veces en la misma tierra.

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