Tertulias pisqueras ¿DONDE SE SIGUE AL PISCO EN LA VIDA DE LOS PERUANOS?

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El pisco en las fiestas populares

Las eficaces descripciones que nos presenta el marino francés Maximilien Rene Radiguet en su obra Souvenirs de l’Amerique Espagnole. Chile-Perou-Bresil*, recrean nítidamente la dimensión espacial y humana del puerto del Callao a mediados del siglo XIX. Parece como que transitáramos frente a la antigua Iglesia Matriz, por el estrecho muelle que existía desde los tiempos de la colonia y por las calles empedradas, alumbradas por faroles alimentados con aceite de ballena, de luz “amarillenta y vacilante”. Sentimos entonces el murmullo del mar, mezclándose con el ladrido de los perros, extrañados por la presencia novedosa del forastero y con la bulliciosa alegría de las fiestas del medio pelo porteño.

Radiguet, viajero incansable, vivió en el Perú desde fines del año 1841 hasta el verano de 1845. En esos tres años y medio, mientras esperaba órdenes superiores para seguir viaje a las islas Marquesas surcó a diario las calles del puerto, para ir y venir de Lima al Callao, donde se hospedaba en el Marine Hotel. Esta posada quedaba en la actual plaza Grau, a la entrada de la segunda cuadra de la calle Constitución (o portal de Dañino, como la llamaban en aquel entonces), junto al pasaje Ríos.


El Marine Hotel fue denominado, en tiempos de Radiguet “fonda de la marina” pues allí recalaban casi todos los hombres de mar que llegaban al puerto principal del Perú: capitanes de veleros que seguían la ruta de Guayaquil y Panamá; pilotos y contramaestres de goletas y barquichuelos, conocedores del secreto de las corrientes y del modo de domeñar al viento; todos ellos colmaban las bodegas de sus embarcaciones con productos del Perú. 

Por las noches, mientras la brisa mecía las embarcaciones, los efluvios del jolgorio y de la embriaguez hermanaban a los hombres, cuando los hacían protagonistas de peleas de órdago. Entre los tragos y la algazara de hallarse en tierra firme, las más diversas lenguas de la tierra buscaban comunicarse o simplemente expresar a viva voz los sentimientos.

En una de sus tantas idas y venidas por las calles del puerto, Radiguet fue testigo de una fiesta criolla: “La orquesta, si se puede llamar así a la fuerza instrumental que lanzaba a los bailarines en movimiento rítmico, se componía de dos guitarras, de las que se hacia vibrar todas las cuerdas a la vez; de una mesa sobre la cual se tamborileaba con los puños; y de un coro de voces discordantes. La acción tenía por intérpretes a un negro y una zamba. El hombre, desnudo hasta la cintura, parecía orgulloso de su busto, donde se seguía el juego de sus músculos a través de una piel oscura y lisa, como esas piedras que la mar rueda hacia la ribera. La mujer llevaba un fustán muy adornado y coloreado de rojo y naranja; ella había dejado caer el chal de lana azul que estorbaba su pantomima, y su camisa sin mangas estaba apenas sujeta en los hombros por el lazo mal anudado de un pasador. Habíamos llegado al desenlace de una resbalosa; tal nos pareció, al menos, ser el baile ejecutado. Tuvo lugar una pausa, durante la cual, coristas y bailarines pidieron el licor plateado del Pisco, un aumento de energías y nuevas aspiraciones”.

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