Tributo a Felipe Pinglo Alva el bardo inmortal
La familia de los Pinglo Meneses era conocida y respetada en los Barrios Altos desde que llegó al barrio de El Prado, a mediados del siglo pasado. Don Felipe dirigía el Colegio de Barranco, don Alejandro tenía su propia escuelita en El Prado, don Federico era hábil comerciante, y Venturita y Gregoria representaban la imágen virtuosa de las jóvenes limeñas de aquellos tiempos.
Nadie podría precisar con exactitud,
la procedencia de los Pinglo Meneses. Sin embargo, en algún momento de
las tertulias familiares vespertinas a la hora que los faroleros
llegaban a El Prado, amigos de la familia recuerdan que don Felipe, a
menudo hablaba de Sullana y mencionaba apellidos y lugares de Piura, con
admirable precisión. En edad suficiente para el matrimonio, son
Alejandro estableció su hogar muy cerca de la casa de sus hermanos,
casándose con María Gonzáles.
Al poco tiempo don Felipe eligió a
María Florinda Alva, hermosa y frágil niña del barrio, para compañera de
toda la vida. Parece que su elección solamente contó con la aprobación
de Venturita. Porque al día siguiente del matrimonio de don Felipe con
María Florinda, el primer día de setiembre de 1898, son Alejandro y su
esposa se alejaron del grupo familiar. Don Federico por su lado y a su
turno, casó con Carmen Villalta. El martes 28 de julio de 1899, en el
departamento Nº 589 de la calle El Prado, en los Barrios Altos, nació el
primer hijo de don Felipe y María Florinda.
La Botica Los Andes, en la esquina de
Santa Cruz y Rufas, esa noche estuvo de turno. El recien nacido apenas
pesaba dos kilos. Había heredado la fragilidad de su madre. Pero don
Felipe era un hombre feliz y emotivo: rinde a María Florinda el homenaje
de sus lágrimas y le expresa los testimonios de su orgullo por el
acontecimiento.
María Florinda no pudo recuperarse de
los esfuerzos del parto y agravó en los días siguientes. El niño
Felipito fue cuidado amorosamente por el tío Venturita hasta el sétimo
día, cuando fue llevado por primera vez a los brazos de su madre. En la
tarde del 25 de julio de 1899 falleció en paz María Florinda de Pinglo
Meneses. La infancia de Felipe transcurrió entre una y otra escuela. De
la que dirigía su tío Alejandro pasó al año siguiente, en 1905, al
Colegio Barros. En 1906 estudio en la escuelita de la Señorita Campos,
en la calle Barbones; después fue a la Escuela Fiscal de los Naranjos
donde su director, Celso Mena, le hizo recitar los primeros versos.
Felipe cerró el capítulo de Primaria
en el Colegio Sancho Dávila, en Carmen Bajo. Un día de abril de 1911,
felipe Pinglo ingresó al Colegio Nacional de Nuestra Señora de
Guadalupe. Durante la inauguración del ciclo escolar, el Director Carlos
Hilburg en su discurso reiteró a los alumnos la importancia de los
libros. Felipe recepcionó el mensaje y pasó a convertirse en infatigable
lector de cuanto libro, folleto o revista llegaban a sus manos. Sus
mejores calificativos correspondieron a los cursos de Literatura, Música
y Geografía, sin que por esto hubiera sido alumno notable. Felipe
dedicó su tiempo libre a la lectura infatigable de libros de poesía y al
rondin que aprendió a tocar con gusto especial.
Con sus amigos de El Prado, calle
Ancha, San Isidro y Barbones, emprendía por las tardes, bulliciosas
expediciones a las Tres Compuertas, para nadar en las aguas turbias del
Martinete. Otro día jugaba fútbol en la canchita de Barbones, bajo la
dirección oficiosa del compositor y guitarrista Víctor Correa. También
frecuentaba con Jorge Lázaro Loayza y otros amigos, el campo de tiro en
las faldas del cerro Agustino, para recoger el aplastado plomo de las
balas. Los más experimentados del grupo se encargaban de fundir y vender
esta cosecha, por centavitos que servían para comprar picarones y
alfajores. Jorge Lázaro Loayza refería que Felipe no era partidario del
dulce: "en cambio a todo le ponía sal, inclusive a las butifarras".
Las noches de la Banda de Músicos del
Ejercito ofrecía retretas en la Plaza Raymondi, Santa Ana y Plaza
Italia, que es lo mismo, la figura espigada de Pinglo se descubría
fácilmente al borde de la fuente, siguiendo la música con gran atención.
Por esta época, 1912, empieza a frecuentar, rondin en mano, la casa de
las hermanas Luzmila y Consuelo Gonzáles, en el Callejón del Fondo,
esquina de Mercedaria donde hoy funciona un mercadito.
También hizo amistad fraterna con los
hijos de Isabel Mejía de Ramírez, a quién perennizará en su vals "De
Vuelta al Barrio". También ayudaba en la misa los domingos en la Iglesia
de María Auxiliadora. A pesar de su contextura frágil, Pinglo jugaba
fútbol en los puestos de interior o half izquierdo, en los equipos
"Alfonso Ugarte" y "Club Deportivo Los Naranjos". En alguna de estas
ardorosas contiendas deportivas, recibió un golpe en la rodilla que se
agravaría al paso de los años. Libre ya de las obligaciones escolares,
Felipe puso empeño en aprender a tocar guitarra, guiado por el
compositor Víctor Correa, quien guardó siempre un especial afecto hacia
el chiquillo que había conocido jugando fútbol en la canchita de
Barbones. Felipe Pinglo tocaba la guitarra a la inversa, porque era
zurdo.
No cambiaba la encordadura del
instrumento, razón que algunos entendidos han considerado importante en
el descubrimiento de nuevas tonalidades logradas por él, apreciables en
su abundante producción musical. Trancurría el año de 1915 cuando en el
Cuartel Primero del Cercado, Pedro Bocanegra estremecía las noches de
bohemia con su voz y su bandurria, acompañado de Remigio Guerrero. En el
Rimac campeaban Eduardo Montes y César Augusto Manrique, prestigiados
por sus actuaciones triunfales en Nueva York, a donde viajaron en 1911
para grabar los primeros discos de música peruana. El dúo de Faustino
Vargas y Alejandro Checa animaban las noches longitudinales en el
Callejón de la Confianza, en el Chirimoyo, Ricardo y Alejandro Govea
eran mimados en La Medalla, y Luciano Huambachano y César Pizarro
paseaban en triunfo por Abajo el Puente, de jarana en jarana.
Luis Enrique, El Plebeyo
Felipe Pinglo puede ser discutido en
cuanto a sus habilidades de cantor y guitarrista. Pero nadie pone en
tela de juicio sus talentos musicales y versificador, de manifiesto en
tantas composiciones suyas aún no superadas: El huerto de mi amada, La
oración del labriego, Bouquet, Amelia, Jacobo el leñador, Pobre
obrerita, Claro de luna, De vuelta al barrio y su máxima obra, El
plebeyo.